CAPÍTULO 9


Mi pequeño mundo lo constituía un entramado de calles más bien cortas en torno a una larga y principal donde asomaban comercios muy distintos y por donde pasaban y paseaban personas conocidas con las que intercambiábamos palabras, favores y mercancías:

La carnicería de Eliseo y Clara era el lugar donde la carne se exhibía roja y desnuda para que los clientes eligieran a su gusto y las moscas camparan haciendo caso omiso de unas horribles tiras, asquerosamente marrones, que las llamaban a gritos para que se posaran pegajosamente en ellas, las moscas, por supuesto, para desconsuelo del matrimonio carnicero, hacían caso omiso y, llevadas de su capricho por el color, se posaban allí donde la carne era más roja; Eliseo, el carnicero, miope y delgado en extremo se esmeraba en el corte, su ley de la medida no resistía comparación alguna porque era completamente suya, si le decían que “grueso” él extendía este concepto hasta que el cliente asustado le decía “¡basta!” y si, por el contrario, le reclamaban un corte “fino” él no hacía ni caso, como si esa palabra no existiera, y lo más que hacía era responder que la carne nunca había sido ni será transparente, con lo que daba por zanjada cualquier posible discusión; su mujer llevaba siempre una bata blanca impoluta con unos manguitos azul marino y, con muy buenas maneras y pocas palabras, envolvía los pedidos, cobraba y hacía gala de su oronda redondez.

El estanco era un comercio vivo, desde sus orígenes dedicados a la venta en exclusiva de tabaco, había ido ampliando sus productos mediante relaciones complejas, un día descubrió la relación entre los cigarros y el papel y se hizo papelería, luego comprendió que los mecheros eran motivo de regalo y decidió ampliarse por un costado en tienda de regalos y por último parece que está en vías de encontrar una amistad comercial entre el humo y el combustible, cuando lo hagan venderán lo necesario para cocinas y chimeneas; pero los viernes por la tarde era su fiesta mayor, ese era el día en el que se desbordaba de gente hasta cubrir la acera dibujando un reguero de hormigas esperanzadas en el azar, el juego y el destino; los dos hermanos que la regentaban agrandaban sus arcas ojos vista con «esa inútil esperanza para pobres» que decía mi padre refiriéndose a cualquier juego que llevara dinero de por medio; curiosos estos hermanos también en sus formas, a cual más igual y a cual menos distinto, si no fuera por el género sería difícil identificarlos, mismos andares, mismos  gestos, mismos comentarios, incluso en el nombre: José María y María José; caprichos paternales.

Una panadería con horno propio donde las barras salían tan vivas que hablaban del calor que acaban de pasar mediante crujidos: una de medio, una pistola, un candeal, un mollete, un colín, las estanterías de madera y las banastas de finos listones entrelazados: harina blanca y calor, en invierno se agradecía entrar allí, en verano, menos.

Y un muestrario más de tiendas y comercios, una huevería de delantales inmaculados, huevos blancos y morenos, pollos destazados, codornices durmientes y conejos colgantes; por supuesto, no faltaban los múltiples bares estrechos, sucios y malolientes donde se encerraban las cuadrillas de trabajo al iniciar y acabar la jornada, allí, se discutía acaloradamente por cualquier cosa, se intercambiaban banales conversaciones, se mataban las tardes al dominó o al tute y nunca entraban las mujeres, el suelo daba cuenta de todo ello, se acumulaban restos de todo tipo, pero eso poco nos importaba a nosotros porque si no a ver de dónde íbamos a sacar nuestras chapas

Y el cine, ¡el cine!, al final de la calle, una sala oscura con un gran pasillo central y butacas sin relleno, dos acomodadores sacados del reparto de una película de miedo y toda una serie de nombres impronunciables que retrasaban el inicio de la película o prolongaban su final, sesión doble, entre medias una bolsa de palomitas y un refresco, en la oscuridad, rostros inmensos con voces grandiosas que te rodeaban aún más que la silla donde te sentabas, caras que procedían de personajes alargados como gigantes que te superaban en vivencias y en dimensión, quizá por eso también las risas eran superiores a las de la realidad y las emociones superaban toda expectativa.

            Nuestra carpintería también estaba presente en este mosaico vital y comercial, aparte del taller teníamos tienda abierta al público que daba directamente a la calle, y estaba en la planta superior; no se vendía prácticamente nada porque entonces nadie tenía dinero para comprar y los muebles aguantaban lo que no está escrito, pero mi padre decía que así se sabía dónde estábamos y dónde nos podían encontrar; aparte del escaparate sin nada que exponer, en el interior, solo había listones y planchas de maderas por todos los lados, una pequeña oficina al fondo que disponía de lo elemental para ser algo más que oficina: una pila-lavabo, una pequeña cocina de gas, e incluso una cama turca que había tenido y tendría todo tipo de moradores, desde mis hermanos cuando eran pequeños, yo mismo, algún que otro trabajador que necesitó dormir allí, Nina, por supuesto, y mi padre cuando le entraba el presentimiento de que nos iban a robar y se quedaba toda la noche velando maderas como si fuera el salón de armas de una familia noble; para entrar en la tienda era necesario salvar dos peldaños pues estaba elevada sobre el nivel de la acera, allí me sentaba horas y horas para observar el movimiento incesante de gente durante las horas de comercio, por las noches el hueco de la puerta y los dos peldaños eran ocupados por alguna que otra pareja joven que quería descubrir las caricias que el amor precisa o algún mendigo que se refugiaba a su manera de los rigores de la noche.

            Nunca me pregunté si fuera de estas calles podría existir algo más, para mí, el mundo se encerraba en ellas.


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